El grito de Valdés
Luis Larraín Director ejecutivo Libertad y Desarrollo
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Luis Larraín
Rodrigo Valdés asumió como ministro de Hacienda premunido de gran reputación como economista. En el ejercicio de su cargo tuvo que soportar que ésta se erosionara, tanto porque apareció avalando reformas muy negativas para Chile, la laboral por ejemplo, como porque exhibe muy malos indicadores en los dos objetivos que se planteó al asumir: mantener la disciplina fiscal e impulsar el crecimiento económico.
Esta depreciación del ministro de Hacienda ocurrió por la falta de apoyo político desde la Presidencia a su labor. En la reforma laboral perdió la pelea que dio a la ministra del Trabajo, Ximena Rincón, y terminamos con una legislación sobre reemplazo en la huelga que es la más rígida de la OCDE y que atenta directamente contra la productividad. Debió, además, soportar insultos de la presidenta de la CUT, sin recibir el respaldo del gobierno; e incluso en la reforma de pensiones, que merece capítulo aparte, debió inclinarse ante la ministra Alejandra Krauss cuya única participación en un proyecto que no entiende y que diseñó Valdés hasta en sus más mínimos detalles, fue imponer la consigna de “ni un peso más para las AFP”, lo que forzó a Valdés a diseñar un ente estatal para manejar la cotización adicional de 5% que ha defendido sin mucha convicción.
Respecto a la disciplina fiscal, pese a que el gasto subió menos que en el período de Alberto Arenas, en cada año de su gestión creció más que el PIB y termina con un déficit fiscal efectivo superior al 3%, financiado con un aumento de la deuda pública que llega a un 25% del PIB. El rápido crecimiento de este último indicador, más el deterioro de la tasa de crecimiento llevan a dos de las tres clasificadoras internacionales de riesgo a bajar, por primera vez en muchos años, la calificación de Chile y a la tercera a emitir una opinión con una nota de precaución. Malas credenciales para un ministro de Hacienda.
En la última etapa de su gestión, el ministro Valdés con una lealtad conmovedora a la Presidenta de la República, se afana en preparar una reforma al sistema de pensiones con el objeto de dejar aprobado, antes del fin de su mandato, un aumento de 10% a las pensiones. Como no hay en la caja fiscal recursos para financiarla, se atreve a proponer un aumento de la cotización que, en total y en régimen es de 5%, pero que incluye, en mi opinión, una pastilla venenosa: un 2% que va reparto intergeneracional.
El germen que se introduce con esto es que podemos pagar las pensiones de los actuales pensionados con cotizaciones de los trabajadores, lo que sumerge a nuestro sistema en el problema demográfico que viven los países con sistemas de reparto, en el peor momento posible, pues cada vez habrá menos trabajadores activos para financiar a más pensionados.
Consciente de este peligro, o quizás en una actuación de su subconsciente, Valdés introduce dos atenuantes: a) la transitoriedad del aporte intergeneracional de 2%, que debía desaparecer en el tiempo para engrosar las cuentas personales, lo que me parece muy ingenuo porque sería políticamente muy difícil eliminar ese 2%; y b) un informe de productividad que advierte de los importantes efectos en el empleo del aumento de 5% en la cotización, quizás como una manera de dejar en la historia de la ley un testimonio de la necesidad de no abusar del financiamiento vía impuesto al trabajo, lo que se lograría reduciendo ese componente en el tiempo para transformarlo en un aporte a la cuenta personal.
Si bien uno puede discrepar de la reforma a las pensiones -creo que sería un gran retroceso para nuestro país- hay que reconocer que al menos en el corto plazo funciona, y por lo tanto Rodrigo Valdés estaba proveyendo a la presidenta Michelle Bachelet de un proyecto que cumplía todos los requisitos que ella le había puesto, que por cierto no estaban en al ámbito técnico sino en el político.
Por eso el episodio de Dominga fue insoportable para Valdés. Había puesto su prestigio como economista al servicio de un gobierno, había sufrido grandes costos y hacia el final, de manera simbólica la Presidenta levantaba la mano de Marcelo Mena, un púgil de menor factura técnica, como todos los que Valdés enfrentó y terminaron derrotándolo.